El monstruo del ático

Por Camilo Villarreal

War makes monsters of otherwise decent people – Ben Ferencz

En ‘A Ser Historia‘ hemos descubierto, a través del hilo polifónico de los relatos, la necesaria sensibilización del encuentro con el “otro” quien ha sido deshumanizado. En el río de la búsqueda, transformada mediante su cauce en encuentro, llegué a entender por qué las narrativas de esa otredad colombiana, tienen relación directa con la película Jojo Rabbit (2019). Jojo, un niño de diez años, es un seguidor ciego del régimen nazi en el último año de la Segunda Guerra Mundial y tiene vínculos cercanos con los líderes de la juventud nazi de su ciudad. Sus padres son parte de la resistencia y tienen miedo de comunicárselo a su hijo pues este los puede delatar ante las autoridades del régimen nazi. Una de las tareas que tiene la madre de Jojo es ocultar a una amiga judía de su difunta hija mayor, en un muro detrás de su cuarto. 

Jojo no es una persona violenta. Al contrario, es acosado por no haber podido matar a un conejo y más bien optar por dejarlo libre. La única razón por la que cree en las mentiras del régimen es porque no ha escuchado nada diferente. Se acerca a Elsa, su huésped judía, con la creencia de que es un monstruo que duerme en el techo como los murciélagos y se deja manipular directamente por el demonio. No sabía de los judíos nada diferente a lo que le decían.

Así que cuando comenzó a hablar con esta niña judía buscaba confirmar sus prejuicios, hacer un exposé y poderle explicar al Führer todos los detalles de aquella temible raza. A quien encontró fue a una niña divertida, que buscaba poder vivir su vida después de la guerra y extrañaba a sus padres, que habían sido deportados. Le gustaba Rainer Maria Rilke, al que leía con su novio antes de la guerra, y llevaba muchos años siendo amiga de su familia. No era el monstruo que este niño creía conocer.

Algo similar me pasó en dos ocasiones, en los últimos encuentros presenciales de A Ser Historia, cuando tuve la oportunidad de conocer a mis propios monstruos:

El primero de estos encuentros se dio en el marco de lo imposible. Desde el comienzo del proyecto queríamos traer a exmiembros de las FARC-EP y saltaron varios nombres posibles. En julio de 2019 tuvimos a Isabela Sanroque en un encuentro muy interesante, antes de las elecciones en que fue candidata a edilesa de Teusaquillo. Y la idea de traer a alguien de la dirección del hoy partido Comunes seguía sobre la mesa, aunque no parecía cercana. 

Movimos contactos y para el primero de febrero de 2020 agendamos a Rodrigo Londoño para un encuentro donde habíamos hecho casi todos los anteriores. La convocatoria fue tal, que no pudimos hacerlo en el salón del segundo piso donde siempre lo habíamos hecho: fue necesario pedir el bar entero. Más de 30 jóvenes asistieron, además del pequeño Johan, hijo del político, nuestro invitado. 

Era una imagen distinta a la que conocí en 2012 cuando me enteré por las noticias de su nombramiento como comandante de las FARC, luego de haber sido abatido Alfonso Cano; cuando amenazaba al establecimiento y parecía creer que la única solución era militar. El hombre que aparecía entonces camuflado, escondido entre fusiles en la selva, era ahora un hombre cálido, vestido con jeans amplios y chaqueta de cuero. Un padre primerizo, acompañado por un pequeño chihuahua, que lleva a todos lados y que saltaba por todo el salón. Un hombre generoso con su tiempo y dispuesto a charlar hasta la hora que fuera necesario para expresarse sobre su camino recorrido de hombre de guerra a hombre de paz.

Desaparecer a ese monstruo implicó conocer a un hombre campesino que toda la vida ha amado su Quindío natal, donde aún habita y donde casi lo matan hace poco. Una persona que tomó la lucha armada como una forma de lograr una transformación, a la cual no renuncia aun cuando está decidido a renunciar para siempre a las armas. El monstruo que prometía acabar con todo, y que yo creía quería acabar conmigo, era también una persona comprometida a acabar con la guerra y salir a la luz. 

En su relato escuché la voz de alguien que entiende sus propios errores y se apena de ellos con frecuencia. Que sabe el mal que hizo en una guerra tan larga y no obstante está dispuesto a hacer la paz hoy mientras puede, como un regalo a su hijo y como una responsabilidad que tiene en una guerra donde combatió como rebelde. Ese sentimiento de responsabilidad lo ha acompañado en cada momento, cuando ha tenido que reconocer lo que hicieron durante esa guerra. Era la misma persona cuya muerte, tan solo cinco años antes, yo habría celebrado.

En ese momento desmonté al primer monstruo, el que me acompañó toda la infancia mientras veía imágenes de secuestros y de tomas. El que me inspiró a marchar por primera vez cuando era muy pequeño, contra los secuestros que veía denunciar frecuentemente en los medios de comunicación. Ese día conocí a quien me hacía sentir miedo, y ya no sentí miedo. 

Menos de un mes después tuve la oportunidad de desmontar a un segundo monstruo. Oscar José Ospino había sido lugarteniente de Jorge 40, líder paramilitar, en la costa Caribe. Lo que había ocurrido en esta zona yo no lo conocía por las noticias sucedidas durante mi infancia, sino por las lecturas de memoria histórica que hice en mi adolescencia, cuando la única contranarrativa de la desmovilización de las FARC consistía en el horror de la violencia estatal y paramilitar. Las aterradoras masacres en los Montes de María habían sido los hechos que me habían causado más escozor y me habían inspirado a luchar por un país donde no pasara eso nunca más. Me costaba entender cómo, evitar que pasara eso, no era lo mismo que evitar que existieran ellos. Ése, mi segundo monstruo, era la imagen de la deshumanización. 

Y debo aceptar que invitar a Oscar José no fue idea mía; surgió de Juan Carlos Villamizar en otro encuentro A Ser Historia al final de 2019. Aunque Villamizar fue víctima de los paramilitares, quienes asesinaron a varios de sus compañeros, había dedicado después varios años a trabajar en temas de reconciliación con ellos. Fue él, víctima del paramilitarismo, quien insistió en la importancia de tener estas voces en nuestro relato.

Por eso cuando conocí a Oscar no dudé en invitarlo a un encuentro de A Ser Historia. Él es un hombre grande, de espalda ancha y con acento fuerte. Es un típico hombre costeño. Llegó con Arlex Arango, compañero suyo en acciones de construcción de paz, quien participó en el conflicto en los Llanos, y con Segundo González, su antiguo enemigo y ahora también aliado como constructor de paz. Nos contaron sus historias sobre cómo cada uno tomó las armas, dónde lo hicieron, las victimizaciones que vivieron antes de esto, y sus sueños diez años después de salir de la guerra. 

La historia de Ospino es una de las que más me ha cuestionado en todo este camino. Luego de que el ELN asaltó su casa y asesinó a varios de sus familiares, aparecía como una opción obvia tomar las armas. Yo no sé si yo habría hecho algo diferente. Y sin embargo entiendo: millones de víctimas que también vivieron los horrores de esta guerra jamás tomaron las armas. Pero ante esos hechos me parecían muy legítimos el dolor y el miedo, así la degradación posterior marcara una de las épocas más terroríficas de nuestra historia. 

Así como Londoño, contó de los desgarradores encuentros con sus víctimas. Las verdades que habían tenido que contar y cómo al hacerlo, en este caso en un ambiente judicial, los había embargado la pena. Sobre cómo el proceso de desmovilización y justicia transicional los había transformado y hoy trabajan para garantizar la paz viajando por el país y hablando con jóvenes sobre la necesidad de la no repetición. Aunque aún tiene su visión particular de la política de nuestro país, jamás volverá a empeñar un arma para defender la forma en que piensa. 

Así como Jojo entendió que su huésped no era ningún monstruo, darles la mano a estos seres humanos me permitió entender que sí eran tales. Que tenían historias y eran responsables de hechos que tenían que reparar, y ser sancionados por estos, que tenían víctimas pero también familias, y sueños, y que eran gente amable llevada por una espiral de violencia. Mis monstruos, Timochenko y Tolemaida, habían muerto ya hacía años y se habían convertido en Rodrigo Londoño y Oscar Ospino, constructores de paz.

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